La galleta de la suerte

Suena el timbre y comienza el descuento de segundos para ingresar al hogar. No es cualquier hogar, aquí viven y conviven adolescentes, algunas de ellas están embarazadas, otras son madres y están junto a sus hijas. El Hogar Santa Micaela es un dispositivo de cuidado alternativo que depende del Ministerio de Desarrollo Social de la provincia de Tucumán. 

Durante más de ocho meses desarrollamos talleres en esta institución que nos abrió sus puertas los jueves cada quince días. En esta crónica, queremos reconstruir nuestra experiencia atravesada por las tramas de las adolescentes, sus derechos, sus vinculaciones y el proceso.     


Abriendo Puertas 

Corría el mes de marzo y la propuesta empezó a tomar forma. Reuniones con directivos, presentación de proyecto y todo parecía sumar para dar inicio a lo planeado. 

La calle Alberdi altura al 300, en la ciudad de San Miguel, es una zona habitada por diferentes instituciones todas vinculadas a la congregación religiosa de Hermanas Adoratrices:  El Colegio Fasta Reina de la Paz y el Convento de las Hermanas Adoratrices, del cuál uno de los espacios es destinado al Hogar Santa Micaela en convenio con el Ministerio de Desarrollo Social de la provincia. La estética de los espacios acompaña esa identidad religiosa en las afueras de las instituciones. 

Adentro, un portón negro nos recibe. Al abrirse no sabemos a ciencia cierta quién nos va a atender, los turnos de portería parecen cambiar, por lo que la primera persona que nos conecta con la institución se descubre en ese momento. La fachada del espacio tiene plantas con un fuerte aroma y con flores ávidas para apreciar. Un recibimiento amoroso y comenzamos nuestra caminata al encuentro con las adolescentes. 


Una segunda puerta nos abre el camino, acompañado por cuadros con imágenes religiosas que enaltecen a Santa Micaela, patrona de la institución. Finalmente, el pasaje a la tercera nos conduce a un patio interno con más cuadros, una hamaca, un caballo balancín y un merendero de azulejos donde esperamos encontrarnos con las chicas. Allí apareció nuestra primera duda: ¿Usarán estos juegos?


El hogar es grande, de techos altos y paredes rosas rodeadas de frases e ilustraciones. A simple vista, su estructura hace que el lugar se sienta frío y parezca silencioso. Pero, cerca, en una sala común, las chicas llenan el ambiente con música, hacen la tarea, se reúnen, y ven televisión. También era el lugar elegido por nosotras para llevar a cabo los talleres. Sin embargo, la cocina fue la que ganó mayor terreno. 


Los sabores inesperados

Cada semana nos juntamos a planificar las propuestas de talleres para las chicas. Objetivos, conceptos y metodologías dispuestas a plasmar todos sus servicios para facilitarnos la tarea de diseñar el próximo taller. Nos imaginamos escenarios, hacemos lluvias de ideas, ninguna nos convence y volvemos a arrancar. Y ahora sí, con la mezcla, con un cover de lo que ya habíamos mencionado, se comienzan a articular las ideas, las imágenes, los títulos y los momentos. Vamos seguras hacia dónde apuntamos y nuevamente tocamos el timbre del Hogar. Es interesante porque, en la caminata, algo ya se empieza a percibir y nos vamos dando cuenta que toda esa planificación que realizamos, comenzará a tomar un nuevo rumbo. Y es así, allí, de repente, todo cambia, todo se resignifica y toma un nuevo valor.   

Conocernos con las adolescentes fue el puntapié de los primeros talleres, intercambiar opiniones en relación a qué tipo de taller les gustaría tener y presentamos a este espacio como un espacio de construcción suya. Notamos la dificultad que había para poner palabras, a eso que querían, que deseaban o que soñaban. 

Pero si había una idea clara, que al principio nos costó escuchar por nuestras propias subjetividades: ellas querían cocinar. Harina, esencia de vainilla, chip de chocolate, cortadores de galletas, huevos y manteca fue la primera lista de materiales para llevar al próximo taller. Así comenzó, con muchas preguntas e intentos fallidos de querer teorizar eso que estaba sucediendo, pero con una certeza, al final del camino, sobre la confianza en los procesos.     

Todos los talleres fueron enmarcados desde la Educación Sexual Integral, transitamos por lo afectivo, la convivencia, el cuidado del cuerpo, la sexualidad, el género, los valores y los derechos. Se puso en marcha la pedagogía y el servicio creativo para trazar dinámicas acordes, específicas y situadas para el contexto en el que estábamos interviniendo. Con ellas nos cuestionamos los roles como adolescentes mujeres y madres en esta sociedad, los mitos que circulaban y qué sentimientos aparecían en ellos. Fue como una especie de juego el armar y desarmar el taller, fue ir de a poquito probando qué modalidad de trabajo les gustaba realizar, y a partir de ello, también fuimos escuchando más voces opinando sobre que les parecían las actividades y la temática sobre la que trabajaríamos ese día.


De taller en taller, volvíamos a consultar “¿Quisieran que hagamos otras cosas en los talleres?” y la respuesta no tardaba en llegar: “torta de chocolate con crema” y “la torta Matilda”. Volvimos a esa nueva librería. Cocinar es de sus actividades favoritas y sospechamos que algún recuerdo había detrás de eso que querían preparar, que provenían de algunas comidas que habían aprendido a hacer hace un tiempo, el recuerdo de comidas preparadas por algún ser querido. Un poco negociando entre talleres y escuchando sus pedidos nos iban abriendo un tanto más la puerta de sus identidades. Para nosotras era importante poder hacer de este espacio un momento para ellas, que pudieran disfrutar, sentirse escuchadas y que se sientan fortalecidas en sus derechos, aprendiendo más sobre ellos. Entendimos que cocinar significaba unión, espacio seguro, charlas informales y construcción.


Anticipábamos que los últimos talleres de este proceso no iban a ser fáciles. Les propusimos charlar sobre el vínculo con la justicia. Con eso que en sus trayectorias había sido injusto para muchas de ellas o quizás para todas, y cuáles hoy eran sus dudas e interrogantes. Entre todas construimos un único relato y ayudó a que las adolescentes puedan expresar los cuestionamientos que les producían algunas situaciones. Juntas, reflexionamos sobre sus derechos y la información necesaria para llevar a cabo algunas acciones. Sabemos que algunas de ellas solicitaron información y avanzaron con pedidos relacionados a sus derechos.


El tiempo de cocción  

Habíamos decidido ir por la siesta a desarrollar los talleres. Claro, solo unas adultas podían ver en la siesta tucumana un momento perfecto para llevar a cabo las actividades. En el primer encuentro, las adolescentes nos advirtieron que ese horario no iba a resultar, y sin darnos cuenta, esa reflexión, iba a ser la primera de muchas otras que nos invitaron a cambiar.  


El recibimiento siempre fue el momento que nos permitió medir cómo se encontraban ellas ese día. De vez en cuando, aparecía un saludo lejano, una mirada perdida o algún gesto sobrador, pero también surgían abrazos cálidos de bienvenida o la energía infinita de las niñas que nos proponían, recién llegadas, sacar rápidamente nuestra guía lúdica.

   

En una sala nos juntábamos alrededor de la mesa, venían en cuentagotas, se sentaban y luego se levantaban, volvían, preguntaban “qué había para hoy” y en base a eso elegían quedarse o no. Comenzaba nuestra intervención en el taller, en algunos casos notábamos que mucho interés, en primera instancia, no les causaba. Hasta que les consultábamos cómo había sido su semana, cómo se sentían y volvimos a preguntarles si querían que estemos en ese lugar o tal vez la decisión era otra. Tímidamente comenzaron a contarnos cómo se sentían en ese momento, lo que les venía pasando, y decidieron quedarse en el taller, escuchándose, escuchando a sus compañeras y compartiendo con nosotras. “No solemos hacer esto, reunirnos y hablar entre todas” nos comentaba una de las adolescentes y nos decía que la convivencia también traía sus complejidades al momento de relacionarse y buscar estos espacios. Lo cotidiano empieza a tomar otras formas desde que se pone en juego la palabra, se nombra esa convivencia y se hace permeable de transformar.   


La mayoría de las chicas van a la escuela, se interesan por terminar sus tareas y se ocupan de aprender algunos oficios, como panadería, manicuría y peluquería. Otras no tienen interés por terminar el secundario, o al menos eso es lo que nos transmiten por ahora, pero se preocupan por su futuro, luego de su paso por la institución. En muchos de los casos, coinciden con que son adolescentes que están pasando por un proceso de embarazo y/o maternando. Cuidan las 24 horas del día a sus hijas y a las hijas de sus compañeras, por encontrarse en ese mismo espacio. Tal vez, ellas no lo notan, pero están constituidas como un red de cuidado y de contención. El cuidado, como derecho y generado por lo colectivo, termina atravesando a cada una de las adolescentes en su cotidianidad. El desafío surge en la posibilidad de cuestionar/se mandatos históricos, y roles de género impuestos.       


En contexto de pérdida, dolor, violencia, injusticia y vulneración de sus derechos, ellas enfrentan sus días contenidas por el personal técnico de la institución, cuidadoras, preceptoras y un sistema judicial que tiene enormes desafíos para escucharlas.  Las adolescentes que se encuentran alojadas en dispositivos de cuidados alternativos, en su mayoría, tienen vulnerado su derecho de acceso a la información. Este derecho debería ser uno de los derechos fundamentales para garantizarse en los contextos  de cuidado institucional, el cual permite a las adolescentes comprender su situación, los recursos disponibles y las decisiones que se toman en su nombre. Sin embargo, en muchos casos, este derecho no se respeta adecuadamente, lo que genera una sensación de desamparo, desconfianza y una falta de autonomía en un momento crucial de sus vidas. También, es importante considerar la cantidad de tiempo que las adolescentes deben permanecer en estos dispositivos, pudiendo generar en su estadía prolongada consecuencias tanto emocionales como sociales. 


Listas para la mesa

Las adolescentes se convocan en el patio interno de la institución. Comparten ese espacio, con la música que sale de sus celulares, con las voces de las niñas y algunos videos que se publican en Tik Tok. De a poco, como de refilón comienzan a percibir otros movimientos. Somos nosotras. 


Esta experiencia no tuvo muchas fotos, nos acordamos de eso cuando nos sentábamos a escribir, intentando rememorar cada momento. Es que ahí, con las chicas, a nosotras nos importaba el presente, lo que se decía, lo que ocurría, los gestos y las formas, atentas a cualquier acercamiento que nos permitiera reconocer un poco más a cada una de ellas. Parecía imperceptible, pero cuando nos llamaban para hablar sobre alguna situación difícil, cuando se ofrecían a acompañarnos a comprar algo, o solo cuando elegían estar en el taller aunque haya sido un día difícil, se re significaba para nosotras toda la práctica. 


Gracias a los talleres el espacio que se iba formando, de dos horas, cada 15 días, creado de a poco, pero fortalecido con la confianza, las llevaron a tomar acción en sus causas o a continuar proyectando su futuro. Esta institución al principio, parece silenciosa, parece un lugar donde le faltan palabras, sin embargo descubrimos que sobran las historias.    


Para finalizar este proceso, por este año, elegimos que sea desde nuestro sentir hacia ellas. A través de cartas, les expresamos cómo éstos encuentros nos transformaron y les agradecimos por el tiempo y las enseñanzas. Creemos que en este proceso, hablar de justicia nos interpeló y lo seguirá haciendo en todo momento. Pero nada de todo esto hubiera sido posible sin esas galletitas que fueron el hilo que nos permitió crear el lazo con las adolescentes. 


Una crónica del equipo de Niñez y Adolescencia de ANDHES



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