Lo que nos dejó la COP 30. Deudas que se incrementan, desencanto en los espacios de NNUU y un espacio que aún sigue en disputa.

Dos son las líneas reflexivas que nos deja la COP30. Por un lado, los resultados de las negociaciones formales; por otro, una serie de reflexiones situadas desde una región de la Argentina de la que provienen los minerales para la transición energética y que, al mismo tiempo, sufre de manera directa las consecuencias del cambio climático y de sus mecanismos de superación.

En términos de reflexiones situadas. Decidir participar en una Conferencia de las Partes (COP) no es solo sumarse a una agenda internacional sobre cambio climático. Es, sobre todo, asumir que el clima se discute hoy como un problema profundamente político, atravesado por relaciones de poder, intereses económicos y disputas geopolíticas. Desde esa convicción llegamos por primera vez a una COP, no para aprender un lenguaje técnico que ya conocemos, sino para observar —y leer críticamente— cómo se organiza el tablero global de la crisis climática y la transición energética 

La COP funciona como un espejo incómodo del orden climático internacional. Allí se vuelve evidente quiénes tienen capacidad real de incidir en las decisiones y quiénes apenas logran hacerse escuchar. Las delegaciones numerosas de países que no están dispuestos a abandonar los combustibles fósiles contrastan con los esfuerzos de más de cuarenta Estados que, como Colombia, empujan una discusión orientada a una salida efectiva del modelo fósil. No se trata solo de discursos, la cantidad de representantes, los espacios que ocupan y las alianzas que tejen hablan de un poder material que condiciona los acuerdos posibles, la presencia de más de 1600 lobistas fósiles, da cuenta de esto. 

En ese escenario, la presencia casi simbólica de la Argentina —reducida a un escaso numero de funcionarios— no puede leerse como un hecho aislado ni como una mera desprolijidad administrativa. Es coherente con una política deliberada de desguace del Estado y de retirada de los espacios multilaterales. Esta misma lógica ya se expresó en otros ámbitos internacionales recientes: la Conferencia de la Mujer, COP de Escazú, la CEPAL, los espacios de Naciones Unidas en Ginebra y el Comité contra la Tortura. En todos ellos, el gobierno argentino no solo se ausenta o minimiza su participación, sino que pone en tensión consensos básicos sobre la vigencia de los derechos humanos y el rol del Estado en garantizarlos.

Al mismo tiempo, la COP no puede leerse únicamente como un espacio capturado de manera absoluta por los países más poderosos. En las últimas décadas, comunidades indígenas, pueblos originarios, movimientos feministas, juventudes y otros grupos históricamente relegados han logrado disputar algún grado de presencia en estas cumbres. Su llegada no es menor: introduce lenguajes, experiencias y conflictos que desestabilizan la narrativa hegemónica del cambio climático entendida sólo como un problema técnico o financiero, obligando lentamente a poner el foco en las vulnerabilidades extremas y desigualdades que no hacen otra cosa más que expresar las lógicas de este sistema que solo da lugar a los grandes conquistadores y postergando a los territorios desaventajados.

Sin embargo, esa participación continúa estando profundamente condicionada. La COP habilita una forma de inclusión que muchas veces funciona más como puesta en escena que como ejercicio efectivo de poder. Las comunidades logran estar, hablar, denunciar, pero rara vez incidir de manera estructural en los acuerdos finales. La asimetría persiste: mientras algunos actores negocian desde posiciones de poder económico y geopolítico, otros ocupan espacios laterales, fragmentados y constantemente negociados.

Esta tensión se vuelve aún más evidente cuando se observa cómo los países más ricos administran el tiempo. El consenso científico es claro, reducir la temperatura global exige decisiones urgentes y profundas en el corto plazo. Sin embargo, las soluciones promovidas desde los centros de poder juegan sistemáticamente con la dilación. Las concesiones llegan de manera segmentada, escalonada, siempre diferidas hacia el futuro. Se habla de transiciones graduales, de compromisos a largo plazo, de metas que permiten sostener —por ahora— los mismos modelos de producción y consumo responsables de la crisis climática, que no puede entenderse de otra forma más que una incapacidad diplomática.

El tiempo, en este marco, se convierte en una herramienta de poder. Para quienes viven en territorios atravesados por el extractivismo, la contaminación, la escasez de agua o incluso bajo la amenaza de ver en peligro la continuidad de su existencia, el cambio climático no es una proyección a treinta años, sino una experiencia presente. La urgencia no es negociable. Sin embargo, en la arquitectura de la COP, esa urgencia choca una y otra vez con agendas que priorizan la estabilidad de los mercados, la rentabilidad empresarial y los intereses estratégicos de los países centrales, dejando una vez más postergadas la puesta en acción ante la necesidad de generar consensos que solo hipotecan la continuidad de estos territorios.

Las decisiones —y también las omisiones— que se producen en estas cumbres recorren miles de kilómetros y se materializan en territorios concretos, generalmente en aquellos que tienen menos capacidad de incidir en el debate global. En el noroeste argentino no es ajeno a esta disputa geopolítica de sentido y existencia. En provincias como Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy, esas definiciones se traducen en conflictos socioambientales, en disputas por el agua, en garantías democráticas creadas en estas COP que solo dejan notar sus ausencias, en proyectos extractivos presentados como “transición energética” y en comunidades que asumen los costos de decisiones tomadas lejos de sus territorios.

Pensar la COP desde el norte argentino obliga a correr el foco del cálculo matemático que necesitamos para salir todos juntos de esta crisis. No se trata solo de discutir metas de reducción de emisiones, sino de preguntarse quién define qué es la transición, para quiénes y a qué precio. La geopolítica del cambio climático no es una abstracción: es una trama concreta que articula decisiones globales con impactos locales, que no es ajena a la disputa de sentido y de supervivencia planteada por los países del Norte Global. Estar en estos espacios —incluso, y quizás especialmente, cuando los Estados se retiran o vacían su presencia— es una forma de disputar sentidos y de insistir en una verdad incómoda: no hay justicia climática posible sin justicia territorial, sin garantizar las herramientas de gobernanza ambiental, sin participación efectiva y sin reconocer que el tiempo de los mercados no puede seguir imponiéndose sobre el tiempo de la vida.

En términos de negociaciones. La COP30 concluyó, con un texto denominado Mutirao conteniendo una mezcla de gestos simbólicos, avances fragmentarios y postergaciones estratégicas, donde los avances no lograron responder a la urgencia climática ni a las expectativas que habían sido depositadas en una cumbre anunciada como “la COP de la adaptación”. Uno de los principales hitos fue la adopción del Marco para la Resiliencia Climática Global y un primer conjunto de indicadores para la Meta Global de Adaptación. Sin embargo, estos indicadores —que pasaron de 100 a 59 en los últimos días— fueron cuestionados por su falta de rigurosidad técnica y por haberse negociado a puertas cerradas, sin suficiente participación ni tiempo para revisión. La promesa de una adaptación robusta quedó, una vez más, supeditada a revisiones futuras.


Otro hito fue el acuerdo en torno a un mecanismo internacional para la transición justa, que por primera vez incorpora referencias explícitas a derechos colectivos, trabajo digno y al consentimiento libre, previo e informado (CLPI) de los pueblos indígenas en el Programa de Transición Justa. No obstante, el texto fue despojado de elementos centrales, ya que no hay menciones a los combustibles fósiles ni a los impactos de las cadenas de suministro críticas, dos ausencias que reducen el alcance transformador de la decisión. El mecanismo nace, pero sin anclaje firme en las causas estructurales del problema.


La financiación volvió a ser un campo de promesas y dilaciones. Si bien se acordó triplicar la financiación para adaptación hacia 2035, no se estableció una línea base clara ni mecanismos vinculantes. En el tema de pérdidas y daños, se aprobaron directrices para el Fondo creado en la COP27, pero los compromisos financieros fueron marginales y no se abordó la urgencia de escalar recursos. Las expectativas de los países más vulnerables —de obtener respuestas inmediatas y proporcionales al daño— se estrellaron contra el muro de la ineptitud diplomática.


En cuanto a mitigación, la gran ausencia fue la energía. Aunque más de 80 países respaldaron una hoja de ruta para abandonar los combustibles fósiles, el texto final no incluyó ningún compromiso, meta ni plazo concreto. Ni siquiera se logró mencionar la expresión “combustibles fósiles”. A cambio, la presidencia brasileña anunció dos hojas de ruta paralelas —una sobre transición energética y otra sobre deforestación— que se desarrollarán fuera del marco de la CMNUCC. Una señal de voluntad política, sí, pero también una confesión de la incapacidad del sistema multilateral para enfrentar el núcleo de la crisis.


También faltó una mención estructural a los sistemas alimentarios, pese a su vínculo directo con la deforestación y las emisiones. La palabra “agricultura” apareció apenas en los márgenes de las decisiones. Una omisión difícil de justificar, que muestra la persistente influencia de intereses corporativos que bloquean transformaciones profundas en este sector.


La COP30 dejó decisiones técnicas importantes pero insuficientes, metas estiradas en el tiempo y temas críticos sistemáticamente evitados. Las expectativas de una acción estructural contra los combustibles fósiles, de una arquitectura financiera climática justa y de una transición definida desde los territorios, volvieron a quedar sin respuesta. Lo que sí produce —y cada vez más— es desencanto. No porque el espacio esté perdido, sino porque se demuestra una y otra vez que no alcanza. El reto ahora es doble: sostener la presencia en estos espacios para disputar sentido, pero también fortalecer, desde los territorios, las condiciones materiales para que la transición no siga ocurriendo a espaldas de quienes ya pagan sus costos.


Las sensaciones que deja la COP son necesariamente ambivalentes. Estos espacios siguen siendo necesarios ya que permiten visibilizar conflictos, abrir disputas, construir alianzas y, en algunos casos, arrancar pequeños avances. Pero esa misma lentitud estructural expone su principal límite. El planeta no tiene el tiempo que los acuerdos siguen postergando, ni los territorios pueden esperar al ritmo de las concesiones fragmentadas y diferidas. Mientras las decisiones se negocian y se dilatan, los impactos se profundizan en comunidades que ya están viviendo la crisis climática en presente. 


Autores: Victoria Fernández Almeida y Arturo Cuello 

puede que te interese
Relacionadas