“El 51,9 % de la infancia en Argentina vive en la pobreza¨

En esta edición, Eliana Cala, Santiago Morales y Laura Cárdenas del equipo de Niñez y Adolescencia de ANDHES Jujuy nos acercan una lectura crítica y necesaria para repensar los sentidos que hoy circulan sobre la pobreza infantil en Argentina.

En Argentina, la pobreza continúa marcando el destino de millones de personas, pero son niñas, niños y adolescentes quienes sufren con mayor crudeza sus consecuencias. La niñez, que debería estar protegida y acompañada en el pleno desarrollo de sus derechos, enfrenta una vulneración estructural y persistente. Los datos oficiales muestran una realidad alarmante. Según el INDEC en el  segundo semestre de 2024, más de la mitad de los niños y niñas del país (51,9%) se encontraba en situación de pobreza y el 11,5% en la indigencia, es decir, sin ingresos suficientes  para cubrir una canasta básica de alimentos. Dicho en términos concretos: 1 de cada 2 chicos y chicas en Argentina crece en condiciones de privación y desigualdad.

UNICEF advierte que las desigualdades se mantienen profundamente arraigadas: en hogares con jefatura femenina, con bajo nivel educativo o dependientes de trabajos informales, la pobreza infantil alcanza el 70% e incluso al 80%, consolidando un círculo de exclusión que se transmite de generación en generación.

El panorama se torna aún más crítico cuando se observan las desigualdades territoriales en regiones como el NOA y el NEA que registran índices por encima de la media nacional, con provincias y aglomerados urbanos donde más de 6 de cada 10 niños viven en la pobreza. Esta desigualdad geográfica expone el carácter federal del problema y la necesidad de políticas específicas que contemplen las particularidades de cada región.

Más allá de los ingresos, la pobreza en la infancia se traduce en privaciones múltiples: falta de acceso a una alimentación adecuada, déficit en salud y vacunación, carencias habitacionales, dificultades para sostener la trayectoria educativa y ausencia de servicios básicos como agua potable y saneamiento. En estos contextos, los derechos fundamentales a la salud, a la educación, a la vivienda digna, a la alimentación se ven vulnerados de manera cotidiana, configurando una injusticia estructural que limita el presente y condiciona el futuro de millones de niños y niñas.

Las políticas de transferencias sociales han tenido un rol central para contener los niveles de indigencia. Programas como la Asignación Universal por Hijo (AUH) evitaron que la pobreza extrema infantil se disparara, sin estas herramientas, la indigencia en la niñez sería al menos 10 puntos porcentuales más alta. UNICEF alerta sobre una tendencia preocupante: en los últimos años, el presupuesto destinado a áreas estratégicas como salud infantil, primera infancia y becas escolares se redujo en términos reales, debilitando las respuestas estructurales del Estado y poniendo en riesgo el acceso equitativo a derechos básicos.

Radiografía de la injusticia 

La pobreza infantil en Argentina no es solo un indicador social: es el síntoma más doloroso de una desigualdad estructural que atraviesa generaciones. Las cifras que muestran que más de la mitad de la infancia vive en la pobreza no deberían leerse únicamente como estadísticas, sino como una alerta ética y política que interpela a toda la sociedad.

Ante esta realidad, es necesario que la problemática se coloque en el centro de la agenda pública. La pobreza infantil no puede ser entendida como un dato coyuntural, es, en realidad, el reflejo de un modelo social y político que ha naturalizado que millones de niñas, niños y adolescentes crezcan privados de derechos.

Los datos del INDEC y los informes de UNICEF son claros: más de uno de cada dos chicos y chicas no accede a condiciones de vida dignas. Pero detrás de esos números fríos se esconde una verdad más incómoda: la pobreza infantil no es producto de la casualidad, sino de decisiones políticas, de prioridades presupuestarias, de desigualdades históricas que el Estado aún no ha sabido o no ha querido revertir.

La falta de acceso a la salud, la alimentación adecuada o la educación temprana no son solo carencias actuales: son heridas que condicionan la trayectoria vital de toda una generación. ¿Podemos hablar de igualdad de oportunidades cuando un niño/a del NOA o del NEA tiene seis veces más probabilidades de ser pobre que uno de los grandes centros urbanos? ¿Podemos hablar de democracia plena si millones de infancias crecen sin el ejercicio efectivo de sus derechos?

Políticamente, esta situación interpela al Estado en su rol más esencial: ser garante de derechos. No se trata de “asistir” sino de reconocer, proteger y garantizar, tal como establecen la Convención sobre los Derechos del Niño y la Ley 26.061 de Protección Integral de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes.

Garantizar los derechos de la niñez no es solo una obligación legal: es una apuesta ética y política por el futuro. No hay justicia social posible mientras las infancias sigan creciendo en la pobreza. Y la pregunta que como sociedad debemos hacernos es clara: ¿Qué lugar le damos a nuestras niñas y niños en el proyecto de país que queremos construir?

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