El Estado argentino no ha sido la excepción a la reproducción de esta matriz colonial. A través de distintos dispositivos continuó operando en territorios indígenas de manera violenta, o con políticas asimilacionistas y de incorporación de la población indigena a la nueva nación que se proyectaba: una Argentina blanca, homogénea, monocultural y monolingüística. Sin embargo, no podemos ver estos acontecimientos como parte de un pasado lejano, ya que se enmarcan en un proceso genocida que tiene incidencia en el presente, por medio de diversas formas. Una de ellas es la decisión reciente del actual gobierno nacional, encabezado por Javier Milei, de modificar la denominación del 12 de octubre, que pasó de “Día de la diversidad cultural” a “Día de la Raza”. Este término, por un lado, va en detrimento de quienes venimos luchando por una reparación histórica de nuestros pueblos y no hace más que profundizar la política de despojo estructural que el Estado argentino ha sostenido históricamente, intensificando su ofensiva contra los pueblos indígenas, legítimos poseedores del territorio. Pero, además, por otro lado, el concepto de raza no tiene un fundamento biológico ni científico: más bien, fue una construcción ideológica surgida en el marco del colonialismo europeo, especialmente durante los siglos XVIII y XIX. Su función principal fue justificar la dominación, el saqueo y el exterminio de pueblos considerados “inferiores” según parámetros impuestos por las potencias coloniales. Así, la idea de raza sirvió para legitimar la esclavitud, el despojo de territorios, el genocidio de poblaciones indígenas y la imposición de una jerarquía social basada en la supremacía blanca. Aún hoy, sus efectos persisten en las estructuras de poder, en las desigualdades y en los discursos que intentan naturalizar la exclusión y la violencia sobre los pueblos racializados.