Incluso si pensamos en temas sensibles y controvertidos, como la ESI o la memoria de la historia reciente, tener una conversación en un aula es diferente a hacerlo en una sobremesa familiar, en una juntada con amigos o en la sección de comentarios de Facebook. En la escuela queremos ser más que opinólogos. En clase no se dice “la Tierra es plana” sin que te pregunten por qué, te pidan marco teórico, te demanden argumentación. Lo que sucede en las aulas es contrario al relativismo que quieren imponer, contrario al individualismo de la lógica “on demand” donde veo lo que quiero cuando quiero, contrario a la marea de emociones polarizadas que nos lleva a creer que todo lo que desafíe nuestros prejuicios está errado. Porque en la escuela, además, el encuentro con el conocimiento se da con otros, en colectividad y con un mediador. Alguien que puede intervenir para decir “a ver, si hablamos todos al mismo tiempo no nos escuchamos”. A diferencia de Twitter, en la escuela, a veces, hay que callarse. Sí. Esperar el turno, también. A diferencia de los comentarios de un vídeo de Youtube, en la escuela hay alguien que dice que no estar de acuerdo no es motivo para insultarse. ¿Es tan raro entonces que aspiren a desarmar y desautorizar al mediador? Lo que vienen a romper es nuestra forma de conversar, de estar juntos, la ocasión de un debate honesto. Pretenden imponer el griterío, dañar ese tejido pedagógico. Que ante contenidos oficiales empíricamente comprobados la respuesta sea “vos no me podés decir que opine lo que querés, yo digo lo que pienso”.