Defender el ágora

En el manual de reglas de la ultraderecha está el control de la conversación desde un rol de ataque, obligando al otro a permanecer en pose defensiva. La semana pasada tuvimos un ejemplo de esto cuando el Gobierno de turno comunicó, a través del vocero presidencial, la intención de modificar la Ley de Educación Nacional para evitar el "adoctrinamiento ideológico" de los docentes en las aulas y anunció que el Ministerio de Capital Humano pondrá a disposición un canal para que los padres y alumnos puedan denunciar el adoctrinamiento y la actividad política que no respete la libertad de expresión. 


Ante esta ofensiva, nace la tentación de ponernos a aclarar que nadie anda adoctrinando por ahí, o incluso, que si así fuera, no es un proceso muy eficiente. Inculcar ideas en alguien no es nada fácil. Esto lo saben las instituciones educativas confesionales cuando después de tantos años algún porcentaje de sus estudiantes egresa sin adherir al credo; lo saben las docentes que preparan concienzudas jornadas de ESI y luego se encuentran con situaciones de discriminación o abuso intraescolar; lo saben las familias que no logran que sus hijos dejen el celular cuando comen e incluso los docentes universitarios cuando sospechan que un alumno está repitiendo lo que quiere escuchar sin compartir ni media idea. Cualquier docente sabe que haber enseñado algo no es garantía de que ese algo sea aprendido. Y aún así, enseñamos. Algo de lo humano permite siempre un escape. Adoctrinar implica suponer que quien escucha y recibe está completamente vacío, como explica en este video el escritor y docente universitario argentino, Martín Kohan. 


Nace la tentación de explicar también que los docentes no hablamos de lo que queremos en la clase. Existe en la Argentina un marco normativo sólido, un diseño curricular que establece contenidos mínimos obligatorios. Suponiendo que algún docente se dedicara a recitar un panfleto partidario en lugar de enseñar lo delimitado en los NAP, se le puede abrir un acta o elevar un sumario. Por otro lado, sería sorprendente que un gobierno que se propone reducir al mínimo la planta estatal dedique presupuesto y recursos humanos a esta misión, más allá de un par de telefonistas. En 2015 se activó un 0-800 en la Ciudad de Buenos Aires con la misma intención de denunciar la intromisión política en las escuelas. No tuvo mucha repercusión.


Cabe entonces preguntarnos, ¿por qué esta declaración? ¿Es sencillamente batalla cultural para la tribuna? ¿Qué interés persigue realmente?. 


Bolsonaro impulsó algo muy similar con su propuesta “Escuela sin Partido” y Trump con el “Plan de Educación Patriótica”. No hay originalidad en el mecanismo. Eso no lo hace menos eficaz. No hace falta modificar la currícula o la Ley de Educación Nacional para habilitar en todas las aulas del país una cultura del escrache e instalar una desconfianza paranoica alrededor de la función docente. Filmaciones de clase que se viralizan, la habilitación a despedir docentes con este pretexto, el incentivo a renunciar, familiares yendo a dirección a quejarse. El objetivo parece ser alentar a las familias y los estudiantes a apuntar con el dedo o con una cámara y gritar: ¡no podés decirme eso, estás adoctrinando! Esta acusación o el temor a esta acusación puede por sí misma modificar la alquimia de nuestras clases y la cotidianeidad de nuestras escuelas. Me gustaría organizar las posibles consecuencias de estas escenas de escrache en torno al derecho a enseñar y el derecho a aprender. 


¿Podemos darnos el lujo de convertir, una vez más, a la docencia en enemigo público?


Este llamado a la persecución ideológica se da en medio de paros educativos a nivel nacional, después de haber eliminado el FONID, congelar el presupuesto universitario y con un Estado nacional que se desliga de su responsabilidad, transfiriendo la carga del servicio educativo a las provincias. Si a esto le sumamos el uso de la docencia como chivo expiatorio, corremos el riesgo de convertirla en un trabajo no sólo pésimamente pago, si no casi imposible de desear, de presentar como atractivo. Un trabajo además de desgastante, humillante. 


La falta de reconocimiento material y simbólico de la docencia es una canción tan vieja que ya no nos impresiona. A ese acostumbramiento puede deberse que no detectemos las tendencias que se han profundizado. Poco se dice que un porcentaje significativo del absentismo docente se debe a licencias por salud mental, que las inscripciones de los Profesorados bajan en picada año a año o que de un tiempo a esta parte es habitual que los chicos pierdan clases porque quedan cargos sin cubrir. Nadie responde a los llamados. Nosotros, como sociedad argentina, no nos merecemos quedarnos sin docentes. El algoritmo no puede reemplazarlas. Todas nuestras fuerzas y nuestra creatividad política debería estar puesta en generar incentivos para esta tarea. ¿Podemos darnos el lujo de, en cambio, redoblar el nivel de maltrato? Si es así, no nos hagamos los sorprendidos cuando busquemos docentes y no encontremos. Habrán huido con justa razón.


¿Podemos garantizar el derecho de aprender anulando la transmisión y el debate honesto?


De un lado, un adulto. Del otro, un grupo. En el medio, el conocimiento científico, construido colectivamente a través de las disciplinas. En la escuela ocurre un encuentro intergeneracional donde compartimos con los recién llegados algo de lo que anduvo haciendo la humanidad entera. Tenemos derecho a recibir esas herramientas, a ponernos al día. Tenemos derecho también a nuestro primer espacio público, que no es el núcleo familiar pero tampoco la calle. Lo poderoso que es pasar algunas horas fuera de casa. Día a día suceden en el fuero interno de nuestras infancias y adolescencias un millón de transformaciones pequeñas, movimientos sutiles, exploración de posibilidades antes no imaginadas. La escuela tiene el deber de, en esa transmisión, expandir nuestro mundo de origen. Las redes sociales y los buscadores suman a esto otra inquietud. ¿Puede la escuela expandir nuestra mirada del mundo por fuera de lo que el algoritmo nos ofrece como primer resultado y con un nivel de complejidad mayor a lo que puede entenderse en 15 segundos? 


Incluso si pensamos en temas sensibles y controvertidos, como la ESI o la memoria de la historia reciente, tener una conversación en un aula es diferente a hacerlo en una sobremesa familiar, en una juntada con amigos o en la sección de comentarios de Facebook. En la escuela queremos ser más que opinólogos. En clase no se dice “la Tierra es plana” sin que te pregunten por qué, te pidan marco teórico, te demanden argumentación. Lo que sucede en las aulas es contrario al relativismo que quieren imponer, contrario al individualismo de la lógica “on demand” donde veo lo que quiero cuando quiero, contrario a la marea de emociones polarizadas que nos lleva a creer que todo lo que desafíe nuestros prejuicios está errado. Porque en la escuela, además, el encuentro con el conocimiento se da con otros, en colectividad y con un mediador. Alguien que puede intervenir para decir “a ver, si hablamos todos al mismo tiempo no nos escuchamos”. A diferencia de Twitter, en la escuela, a veces, hay que callarse. Sí. Esperar el turno, también. A diferencia de los comentarios de un vídeo de Youtube, en la escuela hay alguien que dice que no estar de acuerdo no es motivo para insultarse. ¿Es tan raro entonces que aspiren a desarmar y desautorizar al mediador? Lo que vienen a romper es nuestra forma de conversar, de estar juntos, la ocasión de un debate honesto. Pretenden imponer el griterío, dañar ese tejido pedagógico. Que ante contenidos oficiales empíricamente comprobados la respuesta sea “vos no me podés decir que opine lo que querés, yo digo lo que pienso”. 


En el manual de reglas de la ultraderecha está el control de la conversación desde un rol de ataque, obligando al otro a permanecer en pose defensiva. Instalar en el vínculo pedagógico la lógica del escrache atenta directamente contra la oportunidad de que las aulas sigan siendo nuestro ágora. El lugar donde ocurre algo casi contracultural, donde si algo nos sorprende o nos descoloca, están generadas las condiciones para que podamos detenernos, repreguntar, escuchar, quedarnos reflexionando, volver sobre eso mismo otra semana. Esto es lo que está en juego, lo que hay que proteger: la ocasión de encontrarnos alrededor de algún fuego a pensar con otros. 



Coordinadora de la Línea de educación y participación democrática en ANDHES

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