¨Sólo el 0,06 % de los delitos penales en Argentina son cometidos por adolescentes¨

En esta edición, Eliana Cala, Santiago Morales y Laura Cárdenas, del equipo de Niñez y Adolescencia de ANDHES Jujuy, ofrecen una lectura crítica y urgente para repensar los sentidos que circulan en torno a las adolescencias y su vínculo con el sistema penal.

En un contexto donde el miedo se consolida como discurso dominante y la inseguridad es utilizada como argumento para promover políticas regresivas, resulta imprescindible volver a mirar la realidad a través de datos, no de prejuicios. El Informe Anual 2024 de la Base General de Datos (BGD) de la Corte Suprema de Justicia de la Nación presentado en marzo de 2025 nos invita a revisar profundamente cómo el Estado y la sociedad están respondiendo ante las juventudes en conflicto con la ley penal.

En medio de una avalancha de discursos alarmistas que insisten en la “mano dura”, la “tolerancia cero” y la reducción de la edad de punibilidad, un dato oficial poco difundido pero contundente exige detenernos: apenas el 0,06 % de los adolescentes de entre 16 y 17 años fue procesado penalmente durante 2024. Esta cifra, lejos de evidenciar un colapso del sistema o una escalada delictiva, expone con claridad cómo se sigue criminalizando la pobreza y las desigualdades estructurales.

Los datos son claros: la conflictividad penal adolescente no está en aumento. El 71,5 % de quienes tuvieron causas en 2024 no presentaban antecedentes previos, y el 73 % atravesó solo una causa en todo el año. Además, el 81 % de los delitos atribuidos fueron contra la propiedad, muchos en grado de tentativa. Estos números desmienten la existencia de una supuesta “epidemia de delincuencia juvenil” y, en cambio, revelan un fenómeno marginal pero socialmente amplificado.

Lo que sí crece es una narrativa que estigmatiza a la juventud, que instala miedo y exige castigo, sin detenerse a pensar en las condiciones sociales que muchas veces empujan a esos jóvenes al delito. No se trata de negar los hechos, sino de comprender que detrás de cada situación penal hay historias de vida atravesadas por la pobreza, la exclusión, la violencia institucional y el abandono estatal.

Radiografía de la injusticia

Frente al avance de discursos que reclaman el endurecimiento del sistema penal, es necesario preguntarse: ¿en qué evidencias se sustentan esas propuestas? ¿Qué voces son amplificadas y cuáles permanecen silenciadas?

Lo cierto es que estos discursos no se basan en datos, sino en estigmas. Reproducen un modelo tutelar que sigue viendo a niños, niñas y adolescentes como “objetos de control o castigo”, desconociendo su condición de sujetos plenos de derechos.

El sistema penal no opera en abstracto. Actúa sobre cuerpos concretos, y lo hace de forma selectiva, profundizando desigualdades de clase, género y territorio. En lugar de desplegar políticas sociales, educativas o de acompañamiento, se opta por el encierro como respuesta inmediata.

Esto contrasta abiertamente con el marco normativo vigente. La Ley 26.061 reconoce a las niñeces y adolescencias como sujetos de derechos, y la Convención sobre los Derechos del Niño de jerarquía constitucional establece que la privación de libertad debe ser la última medida posible, y por el menor tiempo necesario. No obstante, la práctica estatal sigue anclada en una lógica tutelar y punitiva que refuerza el círculo de exclusión.

Es necesario desnaturalizar el castigo como primera y única respuesta frente a la conflictividad social. No se trata de minimizar hechos, sino de abordarlos desde una perspectiva integral, garantista y restaurativa. La prevención no es sinónimo de control policial: es inversión social. Es garantizar acceso efectivo a derechos, promover políticas públicas intersectoriales, y generar condiciones para que las adolescencias construyan proyectos de vida viables y dignos.

El Estado tiene una deuda profunda con las juventudes más vulneradas. Debe asumir su rol de garante de derechos: asegurar acceso a la educación, la salud, el trabajo, la cultura y la participación. El foco debe estar puesto en la inclusión, no en el castigo.

Las adolescencias no son el problema. Son el síntoma de una sociedad que no les ofrece oportunidades reales. Son el reflejo de las decisiones políticas que se postergan, de las desigualdades que se perpetúan, de los derechos que se niegan.

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